Por José María Rosa
Había nacido en Entre Ríos, y el destino lo llevó a las Malvinas. Fue pastor y esquilador de ovejas en Puerto Soledad. Presenció impotente el atropello de los norteamericanos de la Lexington, el 28 de diciembre de 1831, y como consiguió ocultarse con algunos compañeros, no fue secuestrado como la mayoría de los colonos. Fueron un puñado, apenas, para mantener la soberanía de las islas, hasta octubre de 1832, en que llegó la goleta Sarandí, con un nuevo comandante de las islas, el mayor Mestivier, y una colonia de confinados por delitos comunes.
Era dura la vida en las soledades del Sur, y pesada la mano del mayor Mestivier. Los confinados se sublevaron, aprovechando que el capitán José María Pinedo se había ido con la Sarandí a alejar a algunos pescadores norteamericanos; Mestivier fue muerto, y se cometieron muchos desmanes. Pero el regreso de Pinedo restableció el orden.
Por poco tiempo. El almirantazgo británico quiso aprovechar el desamparo que la Lexington produjo en Soledad, y ordenó al comandante J. J. Onslow, de la corbeta Clío, que se apoderase de las Malvinas. El 2 de enero, Onslow se presentó en Soledad, y Pinedo no tuvo un gesto de heroica locura; dejó arriar el pabellón argentino porque “las instrucciones que tenía –dice en su informe– me prohibían hacer fuego a ningún buque de guerra extranjero, y sí sólo defender mi buque”.
Onslow organizó la nueva colonia británica. El piloto inglés de la Sarandí, Mateo Brisbane, fue hecho “delegado”; otro inglés, Dickson, encargado de izar la Union Jack; un francés, Jean Simon, capataz de trabajos. No faltaron –era inevitable –algunos argentinos que se plegaron al orden triunfante. Pero también era inevitable que otros no aceptaran el dominio inglés.
Un día –el 26 de agosto de 1833–, los matreros, en número de ocho y encabezados por Rivero, volvieron a Soledad y dieron muerte a Brisbane, a Dickson, a Simon y a algunos más. La academia de Historia, en mérito a documentos ingleses, dice que el móvil de Rivero y sus compañeros (“entre los cuales había algunos confinados”, recalca), al desertar primero y caer más tarde en plan de guerra sobre Soledad, era porque Brisbane les pagaba los salarios en billetes de papel, y ellos querían metálico. Me parece una explicación demasiado materialista para una reacción tan excesiva, y no comprendo qué diferencia hacía a los gauchos los billetes o el metálico en las soledades del archipiélago. Preparados para perder la vida, quisieron hacerlo bajo la bandera argentina, y arriaron el pabellón británico.
¿También por metálico?
Hasta enero de 1834 estuvieron las Malvinas bajo el control de los gauchos de Rivero. Las familias de los colonos ingleses fueron confinadas en un islote y alimentadas por los dueños de la situación. En octubre llegaron algunas balleneras inglesas, pero no se atrevieron con los facciosos: debió esperarse a enero de 1834, en que una goleta de guerra consiguió imponerse, y Rivero y los suyos cayeron presos. Se les hizo un proceso en el buque Spartiate, de la estación naval británica de América del Sur. Tan inicuo, que el almirante inglés no se atrevió a convalidarlo, y prefirió desprenderse del asunto desembarcando a Rivero y los suyos en la República Oriental del Uruguay. El cabecilla fue dado de alta en el ejército argentino por Rosas, para morir, como era su ley, el 20 de noviembre de 1845 peleando contra los ingleses en la Vuelta de Obligado.
Esa fue la vida del gaucho Rivero. Nuestros académicos entienden que “sus antecedentes no son nada favorables para otorgarle títulos que justifiquen un homenaje”. Basándose en interrogatorios en inglés del curioso proceso, nos aclaran que era un gaucho peleador, tal vez de malos antecedentes, y que se juntaba con antiguos confinados. Pero también Martín Fierro era un gaucho peleador, de malos antecedentes, y que se juntaba con matreros como él.
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