Mucho ha hablado quién, al crearse el Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano “Manuel Dorrego”, dijo: “… así estamos hoy en la Argentina. No tenemos ópera, pero hay abundantes cantantes, poetas y escritores de mitos y epopeyas, que conquistan la fantasía de su público. Los historiadores, por su parte, trabajan en las universidades y en el Conicet.”, el lunes 28 de noviembre de 2011, en el diario La Nación, fue muy crítico respecto de la creación del instituto. "El Estado asume como oficial la versión revisionista del pasado. Descalifica a los historiadores formados en sus universidades y encomienda el esclarecimiento de la «verdad histórica» a un grupo de personas carentes de calificaciones. El instituto deberá inculcar esa «verdad» con métodos que recuerdan a las prácticas totalitarias. Palabras, quizá, pero luego vienen los hechos", expresaba Luis Alberto Romero. Aclaraba su firma, entonces, como “El autor, historiador, es investigador principal del Conicet/UBA”.
Inmediatamente ese CONICET -al que el académico historiador hacía referencia- se vió en la necesidad, por medio de su vicepresidente de Asuntos Tecnológicos, Faustino Siñeriz, a recordar a los científicos que integran ese organismo nacional que "Sólo la presidente (del organismo) o la persona en quien ésta expresamente delegue la facultad puede expresar de modo válido la opinión institucional del Consejo". A partir de ello Don Romero acuso de Mordazas en el Conicet, de limitar la voz de los científicos, claro que no advertía que era él quien hablaba desde un lugar que, estatutariamente, no le correspondía. Para Romero el Estado imponía su propia épica (¿?), agregaba “El revisionismo histórico, cuya tradición se invoca en este decreto, merecía un destino mejor. En esa corriente historiográfica militaron historiadores y pensadores de fuste. Julio Irazusta desarrolló una bien fundamentada defensa de Juan Manuel de Rosas, con sólida erudición, aguda reflexión y una prosa refinada. Ernesto Palacio dejó una Historia de la Argentina bien pensada y provocativa. José María Rosa, quizá más desparejo, tiene piezas de preciso conocimiento y convincente argumentación. Ellos y sus seguidores, como todos los buenos historiadores, cuestionaron las ideas establecidas, provocaron el debate y aportaron nuevas preguntas. Sobre todo, formaron parte de una tradición crítica, contestataria, irreverente con el poder y reacia a subordinar sus ácidas verdades a las necesidades de los gobiernos. La retórica revisionista, sus lugares comunes y sus muletillas, encaja bien en el discurso oficial. Hasta ahora, se lo habíamos escuchado a la Presidenta en las tribunas, denunciando conspiraciones y separando amigos de enemigos. Pero ahora es el Estado el que se pronuncia y convierte el discurso militante en doctrina nacional. El Estado afirma que la correcta visión de nuestro pasado -que es una y que él conoce- ha sido desnaturalizada por la "historia oficial", liberal y extranjerizante, escrita por "los vencedores de las guerras civiles del siglo XIX". Los historiadores profesionales quedamos convertidos en otra "corpo" que miente, en otra cara del eterno "enemigo del pueblo". Se preguntarán por qué hago referencia a todos estos dichos, ya suficientemente refutados por la misma sociedad, pues resulta ahora que el académico historiador Luis Alberto Romero, en el diario La Nación del martes 14 de febrero de 2012, se pregunta –firmando ahora como El autor es historiador. Es miembro del Club Político Argentino- ¿Son realmente nuestras las Malvinas?, y trata de dar una académica e histórica versión argumentando la falta de argumentos de nuestro país al respecto, dice Romero ahora “Me resulta difícil pensar en una solución para Malvinas que no se base en la voluntad de sus habitantes, que viven allí desde hace casi dos siglos. Es imposible no tenerlos en cuenta, como lo hace el gobierno argentino. Supongamos que hubiéramos ganado la guerra, ¿que habríamos hecho con los isleños? Quizá los habríamos deportado. O encerrado en un campo de concentración. Quizá habríamos pensado en alguna solución definitiva. Plantear esas ideas extremas -creemos que lejanas de cualquier intención- permite mostrar con claridad los términos del problema”, y remata argumentando “…Podemos obligar a Gran Bretaña a negociar. Y hasta convencerlos. Pero no habrá solución argentina a la cuestión de Malvinas hasta que sus habitantes quieran ser argentinos e ingresen voluntariamente como ciudadanos a su nuevo Estado. Y debemos admitir la posibilidad de que no quieran hacerlo. Porque el Estado que existe en nuestra Constitución remite a un contrato, libremente aceptado, y no a una imposición de la geografía o de la historia.
Ahora se puede advertir con claridad por qué estaba tan enojado Don Romero con la creación del Dorrego, le molestan como una piedra en el zapato quienes ante tamaña afirmación le puedan decir una sola palabra y recordarle el sentido de la misma.
Brota espontánea: CIPAYO, recordando para ser académico como a Romero le gusta: Un Cipayo (en idioma persa: Sipahi; en turco: Spahi, deletreado, Sepahi, o Spakh; en inglés: Sepoy, en francés:Cipaye; en otros idiomas europeos Sepahi o Espahí, debido al turco) era un miembro de una tropa de caballería de élite incluida dentro de las Seis Divisiones de la Caballería del ejército del Imperio otomano y que normalmente procedía del Magreb.
Origen del nombre: proviene del persa Sepâhi que significa "soldado", y posee la misma raíz que "sepoy". El estatus de los Sipahi se asemejaba al de los caballeros europeos medievales. El sipahi era el titular de un feudo (timar) concedido directamente por el Sultán Otomano, y tenía derecho a todos los ingresos del mismo a cambio de sus servicios como militar. Los campesinos del timar eran posteriormente añadidos al mismo.
Historia: el cuerpo militar de los Sipahi fue probablemente fundado durante el reinado de Mehmed II. Eran la más numerosa de las seis divisiones de caballería otomanas y eran el homólogo a caballo de los jenízaros, que luchaban a pie como infantería de elite. En tiempos de paz, los sipahis eran responsables de la recaudación de impuestos.
En el Imperio Británico, a quién sostiene en su artículo el historiador, se conocía como Cipayo a un nativo de la India reclutado como soldado al servicio del poder europeo, normalmente del Reino Unido, pero también extendido su uso a los ejércitos coloniales de Francia y Portugal. En forma específica, fue el término usado en el Ejército Británico de la India para el rango de recluta (o soldado raso) de la infantería.
Para entendernos, en idioma español: el término se utiliza de forma despreciativa para referirse a un secuaz a sueldo.
En la Argentina, el escritor y político Arturo Jauretche lo impuso en la terminología política para referirse a elites dominantes o ciudadanos funcionales a potencias colonialistas.
Finalizando, estimado historiador científico, que ha pasado de firmar como investigador principal del Conicet/UBA, a firmar como miembro del Club Político Argentino, lo de cipayo seguramente lo entenderá dado excelente formación académica eso sí, en el barrio, en la calle, tomando un café, no le quepa duda, lo llamaríamos de una manera mucho más popular.
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